Ataúlfo
Se despertó sentada en un banco del vestuario. Los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Estaba aturdida, desorientada, como si estuviera despertando de una anestesia. Le resultaba complicado mover el cuerpo, las extremidades le pesaban y las articulaciones le dolían. ¿Se había caído? No lo recordaba. No entendía lo que le estaba ocurriendo.
Impresionaba el silencio del vestuario, un silencio espeso, como si el aire no existiera. Uki inspiró profundamente, tratando de recomponerse, pero la intuición le decía que algo extraño estaba pasando. El móvil no se encendía, quizás la batería se había agotado, y entonces se alegró por tener el reloj analógico que le había regalado su hermana por su cumpleaños, las dos y media de la madrugada. El museo se sentía muy distinto, siempre lleno de luz y gente, ahora desierto y oscuro. A pesar de saber que era completamente imposible, le pareció que había una especie de bruma, de niebla… Un escalofrío le recorrió la columna. ¿Qué estaba pasando?
Uki se levantó ayudándose de la manilla de la taquilla más cercana, al principio las piernas le temblaban y no le sujetaban, sin embargo poco a poco notó que le volvía la fuerza. Se dirigió entonces al baño, necesitaba lavarse la cara. Allí la bruma era más densa, como si alguien se hubiera duchado con agua muy caliente. Estaba llegando a uno de los lavabos cuando algo la perturbó, no sabía que era, pero una imagen se empezaba a distinguir en el espejo empañado. ¡No podía ser real! Su mente le estaba jugando una mala pasada. Un hombre estaba mirándola desde el otro lado. Su rostro tenía la carne putrefacta colgando en jirones, los ojos negros vacíos de vida, y a pesar de ello expresaba una inmensa desesperación.
Uki empezó a retroceder, dio un traspié y se golpeó con el marco de la puerta. Le pareció escuchar una voz, un susurro gritado, un murmullo lleno de angustia. Intentó buscar la procedencia de la voz, pero venía de todas partes y de ningún sitio.
La temperatura se hizo más extrema y Uki comenzó a tiritar. Tenía que salir de allí. Buscaría a los vigilantes de seguridad para que le dejaran salir y cuando llegara a la calle vería las cosas de otro color, seguro. Sólo estaba agotada. Volvió al vestuario a coger su mochila y cuando estaba dispuesta a bajar, notó una presencia en las escaleras del vestuario. Era el hombre del espejo, alto y delgado, mirándola con profunda desesperación. La voz de Uki temblaba cuando le preguntó quién era. La presencia se acercó a ella haciéndole sentir el aire helado que exhalaba cuando le dijo: “Ataulfo”.
Uki no entendía nada, se preguntaba si le estaba hablando un fantasma, un espíritu…, de repente, sin saber cómo, comenzó a comprender. ¿Cómo podía ser posible? La presencia se comunicaba con su mente sin necesidad de hablar. Ella quería irse, pero le invadió un poderoso sentimiento, como si el edificio le susurrara que debía permanecer allí y escuchar. Uki, desesperada y totalmente aterrorizada, saltó al siguiente tramo de escaleras y corrió sin mirar atrás. Cuando estaba a punto de llegar a las escaleras que subían a la planta de la salida un torbellino de aire congelado se introdujo por su boca. Sintió como si un rayo la hubiese atravesado, le ardieron músculos y tendones, y la sangre de venas y arterias se congeló.
Ataulfo murió sólo en el antiguo albergue, antes de que el edificio se convirtiera en hospital. Cuando llegó estaba fatalmente enfermo de tuberculosis y le permitieron quedarse en un hueco debajo de unas escaleras, cerraron la puerta y acto seguido se olvidaron de él. Le abandonaron las fuerzas y ni siquiera pudo salir a pedir ayuda. Su cuerpo estuvo en el hueco de la escalera hasta que dos siglos después el Museo Reina Sofía abrió sus puertas.
Treinta años vagó Ataulfo en el museo, nada había cambiado, era invisible para todo el mundo, hasta que aquella noche aquella mujer le vio y le sintió. Fue su oportunidad para salir de allí.
Se despertó sentada en un banco del vestuario. Los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Estaba aturdida, desorientada, como si estuviera despertando de una anestesia, pero al mismo tiempo con una necesidad imperiosa de salir de aquel museo. Nunca se había apresurado tanto y en cuanto alcanzó el centro de la plaza de Juan Goytisolo inspiró profundamente el aire del amanecer. Una gran sonrisa se dibujó en su rostro, estaba feliz, después de dos siglos, por fin era libre.
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