En la sala 205.13 del Museo cuelga una obra que parece haber anticipado, con décadas de antelación, el fenómeno más surrealista del fútbol español: Diego Pablo Simeone. La obra se llama Enigma sin fin, y es exactamente eso. Un caos visual, una provocación perceptiva, una figura que no se entiende pero que nadie se atreve a quitar de la pared. Como el entrenador del Atlético de Madrid: no gana, no convence, no evoluciona… pero ahí sigue. Intocable. Inexplicable. Inamovible.

Salvador Dalí pintó Enigma sin fin en 1938, en plena efervescencia surrealista. La obra es un desafío a la lógica: figuras que se transforman, contornos que se contradicen, imágenes que se superponen sin orden ni jerarquía. No hay una lectura clara, ni una narrativa lineal. Lo que parece una figura humana se convierte en paisaje, lo que parece una sombra se vuelve rostro. Es un laberinto perceptivo donde cada espectador encuentra algo distinto, y donde la verdad se vuelve irrelevante frente al impacto emocional.

Dalí no buscaba que lo entendieran. Buscaba que lo sintieran. Que lo discutieran. Que lo aceptaran como parte del canon, aunque nadie pudiera explicar por qué. Y eso, curiosamente, es lo que ocurre con Simeone. Su figura no se sostiene por lógica, sino por fe. Por costumbre. Por una narrativa que ya no se sabe si es mito o espejismo. Como el cuadro, su presencia se ha convertido en parte del paisaje. Aunque nadie sepa muy bien qué representa.

Diego Simeone se ha convertido en el entrenador mejor pagado del mundo. Más que Guardiola, más que Xabi Alonso, más que cualquier otro entrenador que, al menos, gana títulos con cierta regularidad. ¿Su mérito? Haber ganado un título relevante en los últimos siete años, resistir como símbolo de algo que ya nadie sabe definir, y mantener un estilo de juego que haría llorar a cualquier amante del balón. Un fútbol de trincheras, de bloque bajo, de sufrimiento estético. Un fútbol que no enamora, pero que se defiende como si fuera religión.

Y sin embargo, sigue. No solo sigue: es intocable. Como si su contrato estuviera escrito en piedra. Como si despedirlo fuera un sacrilegio. Como si el Atleti fuera un museo, y él, una obra que no se puede tocar. La pregunta no es por qué sigue. La pregunta es por qué nadie se atreve a plantearlo en serio. ¿Qué poder simbólico tiene Simeone para que la lógica del rendimiento no le afecte? ¿Qué representa realmente?

Enigma sin fin no se entiende, pero fascina. Simeone no gana, pero permanece. Ambos provocan, dividen, incomodan. Y ambos siguen ahí. Cada aficionado ve algo distinto: unos ven al líder indestructible, otros al técnico agotado. Unos ven identidad, otros ven estancamiento. Como en el cuadro de Dalí, todo depende del ángulo. Y nadie se atreve a colgar el cartel de “fin de ciclo”.

Simeone es una figura que se rehúsa a ser definida. Para algunos, es el alma del club. Para otros, una anomalía institucional. Para todos, un misterio que no se resuelve. Su liderazgo es una imagen doble: éxito sin títulos, autoridad sin consenso, continuidad sin evolución. Y como ocurre con el arte surrealista, su poder reside precisamente en no poder explicarse del todo.

Quizás Simeone no se sostiene por lógica, sino por miedo. Miedo a perder lo que fue. Miedo a no encontrar algo mejor. Miedo a romper el mito. Como ocurre con el arte surrealista, su presencia se justifica por lo que representa, no por lo que produce. Es el entrenador que no necesita ganar para seguir. El cuadro que no necesita sentido para ser valioso. El misterio que no se resuelve, pero se respeta.

Y eso, en el fútbol moderno, es más surrealista que cualquier obra de Dalí. Porque mientras otros entrenadores caen por una mala racha, Simeone sobrevive a años de desgaste. Mientras otros cuadros se guardan en almacenes por falta de espacio, Enigma sin fin sigue colgado. Y mientras el fútbol exige resultados, el Atleti se aferra a una figura que ya no se mide por lo que logra, sino por lo que simboliza.

Dalí lo pintó antes. Y nadie se atreve a descolgarlo.

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